domingo, 4 de abril de 2010

Carta a un médico de la Nueva Era

No cabe duda de que el médico ordinario de nuestra época ocupa por lo común una posición mucho más elevada de la que ocupaba el médico ordinario de los últimos siglos en que la sabiduría de los antiguos se había convertido en verdad olvidada, y estaba en su infancia la ciencia moderna. Aunque había aún durante la edad media médicos que tenían gran penetración y profundo conocimientos de los misterios de la Naturaleza, penetración y conocimiento que la profesión moderna en su lenta evolución puede llegar o adquirir en algún siglo futuro, la medicina popular de aquellos tiempos era una mezcla de ignorancia y charlatanismo, de la cual quedan todavía muchos ejemplos.
Tocante o los médicos de esta clase dice Paracelso: “Hay entre ellos muchos que no tienen más objeto que el de satisfacer su codicia, de manera que tiene uno que avergonzarse de pertenecer o una profesión en la cual ocurren tantos fraudes. Especulan con la ignorancia de la gente, y el que logra acumular la mayor cantidad de dinero, engañando al público, es considerado como el médico principal. Ya no se conocen el amor recíproco ni la caridad, y la práctica de la medicina se halla degradada hasta el rango de una profesión ordinaria, en la cual, el único objeto es sacar tanto dinero como se pueda, y los que saben embaucar y meten más ruido, tienen mejor éxito en defraudar al mundo; pues en tanto que el mundo esté lleno de necios, el mayor de ellos, necesariamente dominará o los demás, si logra hacerse notable” (“Defensio”, V.).
No tiene la culpa la ciencia médica si existe semejante estado de cosas, porque es uno de los atributos de la naturaleza animal del hombre, y dejamos al observador inteligente el juzgar esta naturaleza ha cambiado mucho desde el tiempo de Paracelso, o si hay todavía una hueste de charlatanes, autorizados o no, que han escrito en su bandera el lema Mundus vult decipi, ergo decipiatur. Es cierto que la ciencia oficial ha adelantado en el curso de este siglo[1]; pero los adelantos meramente intelectuales no le hacen necesariamente sabio: los mayores bribones han sido hombres muy intelectuales sin espiritualidad. La sabiduría consiste en el reconocimiento propio de la verdad, y hay muchos que “siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2).
Este conocimiento espiritual no pertenece o las facultades de la naturaleza intelectual inferior del hombre, sino o su naturaleza superior, únicamente, y es por tanto de mayor importancia que el desarrollo de esta naturaleza superior reciba más atención de la que recibe hoy día. Para este objeto, es por completo insuficiente el mero adelanto en moral o ética. La moralidad es el resultado del raciocinio; la Espiritualidad es el poder superior debido o la manifestación de la auto-conciencia en un plano superior de existencia, la iluminación de la mente y del cuerpo del hombre por el poder y la luz del espíritu que llena el alma. Cuando la espiritualidad se vuelva substancialidad en el hombre, sólo entonces será su conocimiento de especie substancial.
Esta substancialidad espiritual, o, en otras palabras, la realización del más elevado ideal, es la obra de la evolución gradual del género humano, la cual, como lo decían los antiguos alquimistas, “puede necesitar millares de siglos para efectuarse; pero que puede también llevarse o cabo en un momento”. No es un producto del trabajo del hombre, sino del descenso de la luz de la verdad divina, la “gracia de Dios” que llega o todo aquel que está preparado para recibirla. No depende por tanto del que uno quiera o corra (3), sino de la acción del espíritu del verdadero Yo divino que siempre está procurando manifestarse en el hombre.
Este desarrollo interior no es el resultado de la adquisición de cualesquiera teorías respecto o la naturaleza de la constitución del hombre; sino que se efectúa venciendo los elementos inferiores de su naturaleza, por medio de lo cual puede manifestarse su naturaleza superior. Pero debería conocer teóricamente su propia constitución y la naturaleza de los poderes superiores que en él existen, con el objeto de tener interés y aptitud para emplearlos de una manera inteligente, persiguiendo el propósito de vencer su naturaleza inferior (el conjunto de agregados psicológicos).
Estos son los elementos de aquella ciencia superior que el médico del porvenir tendrá que aprender, primero teóricamente y luego en su aplicación práctica. Sin el reconocimiento espiritual de los principios fundamentales de la Naturaleza, el procurar descubrir los misterios del ser desde un punto de vista superficial, es lo mismo que vagar en una espesa niebla. Equivale o buscar desde la periferia de una esfera de extensión desconocida, un centro cuya situación no se conoce; pero si tenemos un concepto correcto acerca de la situación de aquel centro resplandeciente, su luz obrará como una estrella que nos guiará en nuestros viajes o la aventura o través de las nieblas que llenan el dominio de los fenómenos.
La ciencia viene del hombre; la sabiduría pertenece o Dios. Hay muchas ciencias; la sabiduría es única. Es preciso cultivar las ciencias, pero no se debe descuidar la sabiduría, porque sin ella ninguna ciencia verdadera puede existir. “Nada (verdadero) es nuestro; no nos pertenecemos, sino que pertenecemos o Dios.
Por tanto debemos procurar encontrar en nosotros lo que es de Dios. Es suyo y no nuestro. Ha hecho un cuerpo para nosotros, y nos ha dado vida y sabiduría además, y de ellos proceden todas las cosas. Deberíamos procurar conocer el objeto de nuestra existencia y la razón porqué el hombre tiene un alma, y saber qué es lo que Dios quiere que haga. El estudio del hombre (terrestre) no revelará nunca el secreto y objeto de su existencia, ni la razón por qué está en el mundo; pero una vez que conozcamos o su creador, conoceremos también las cualidades de su hijo, pues aquel que conoce al padre conoce también al hijo, porque el hijo hereda la naturaleza del padre. Cada hombre posee la misma suma de verdad que Dios le ha dado; pero no reconoce cada uno lo que ha recibido. El que duerme no sabe nada; el que lleva una vida ociosa no conoce el poder que está en él y desperdicia su tiempo. El hombre es tan grande y noble que lleva la imagen de Dios, y es heredero del reino de Dios. Dios es la suprema verdad, y el diablo la suprema falsedad. La falsedad no puede conocer o la verdad. Por tanto, si el hombre quiere entrar en posesión de la verdad, es preciso que conozca la sabiduría que ha recibido de Dios. La habilidad pertenece o la naturaleza animal, y tocante o muchas adquisiciones científicas, los animales son superiores al hombre; pero el entendimiento es un despertar que no puede ser enseñado por el hombre.
Lo que una persona aprende de otra no es nada o menos de que llegue el despertar. Un preceptor no puede infundir conocimiento en su discípulo; puede tan sólo ayudar en el desarrollo del conocimiento que ya está en él” (“De Fundamento Sapientiae”, I).
La sabiduría es reconocer o Dios. Dios es la verdad; el conocimiento del verdadero yo de uno mismo es sabiduría divina. Aquel que conoce su Yo Verdadero, conoce los poderes divinos que pertenecen o su Dios.
“Dios es Sabiduría. No es un sabio ni un artista, es por sí mismo absoluto, pero toda sabiduría y todo arte proceden de él. Si conocemos o Dios, conocemos también su sabiduría y su arte. En Dios todo es uno y no hay partes. El es la unidad, el uno en todas las cosas.
Una ciencia que se ocupa tan sólo con una parte del todo, y pierde de vista el todo al cual pertenece la parte, es inútil y no posee la verdad. Aquel que no ve en Dios nada, sino la verdad y la justicia, ve correctamente. Toda la sabiduría pertenece a Dios; lo que no es de Dios es ilegítimo. Por tanto, caen los reinos de este mundo, se cambian los sistemas científicos, perecen las leyes hechas por los hombres, pero el reconocimiento de la verdad es eterno. Aquel que no es hijo ilegítimo de la sabiduría, sino hijo legítimo del padre, posee la sabiduría. Esta consiste en que vivimos los unos respecto de los otros como viven los ángeles; y si vivimos como los ángeles, ellos vendrán o ser nuestro propio yo, de modo que nada nos dividirá de ellos, sino la forma física; y así como toda sabiduría, todo arte está con los ángeles, así sucederá con nosotros. Los ángeles son los poderes por medio de los cuales se ejecuta la voluntad de Dios. Si la voluntad de Dios se ejecuta por medio de nosotros, nosotros mismos seremos ángeles. La voluntad de Dios no puede ejecutarse por medio de nosotros o menos que seamos según la voluntad de Dios. Un tonto, bobo o avaro, no son según la voluntad de Dios: ¿cómo podría ejecutarse por medio de ellos esta voluntad? De muy poco sirve creer que Salomón era sabio, si no somos sabios nosotros mismos. No hemos nacido con el objeto de vivir en la ignorancia, sino que debiéramos ser como el Padre, a fin de que el Padre se reconozca en su hijo. Hemos de dominar o la naturaleza y no la naturaleza o nosotros. Esto se dice del hombre angelical (Buddhi) en el cual viviremos y por medio del cual veremos que es de Dios todo nuestro obrar y dejar de obrar, toda nuestra sabiduría, todo nuestro arte”. (“De Fundamento Sapientiae, II”).
Todo esto, sin embargo, será incomprensible para aquél o quien Paracelso llama con razón “tonto Científico”, el cual lo censurará de absurdo, porque la sabiduría de que habla aquí Paracelso no es el intelecto de la mente terrestre, sino el entendimiento de la mente celestial. Es aquel poder raro del autoconocimiento espiritual que no puede enseñarse con palabras, sino que es el resultado de un desenvolvimiento interior de las facultades del alma. El verdadero médico no es un producto de las escuelas científicas; él llegó o serlo por medio de la luz de la sabiduría divina misma.
“El hombre tiene dos entendimientos: la razón angélica y la razón animal. El entendimiento angélico es eterno; es de Dios y permanece en Dios. El intelecto animal tiene también su origen de Dios y dentro de nosotros mismos; pero no es eterno, pues el cuerpo animal perece y su razón perece con él. Ninguna facultad animal queda después de la muerte; pero la muerte solo consiste en que muere lo que es animal y no lo que es eterno”. (“De Fundamento Sapientiae”, II.).
La palabra “wisdom” (sabiduría) (4) se deriva de vid, ver y dom, juicio. Se refiere por tanto o lo que se ve y se comprende, y no o opiniones o teorías derivadas de la inferencia, o basadas en las aserciones de otros. No es el producto de la observación y especulación, memoria o cálculo, sino que resulta del crecimiento interior, y todo crecimiento viene de la nutrición. Así como el intelecto se ensancha por medio de adquisiciones intelectuales, así también la sabiduría divina en el hombre crece absorbiendo el nutrimiento que recibe de la Sabiduría Divina.
“Toda cosa es de la misma naturaleza que aquello de lo cual ha procedido. El animal en el hombre es nutrido por el alimento animal, el ángel en él por el alimento de los ángeles. El espíritu animal pertenece o la mente animal, y en la mente animal del hombre se hallan todas las potencialidades que las diferentes clases de animales poseen separadamente. Se puede desarrollar en un hombre el carácter de un perro, de un mono, de una serpiente, o de cualquier otro animal; porque en su naturaleza animal no es nada más que un animal y los animales son sus instructores y le exceden de muchas maneras, los pájaros en el canto, los peces en la natación, etc. El que sabe muchas artes animales no es con todo más que un animal o una casa de fieras; sus virtudes, lo mismo que sus vicios, pertenecen o su naturaleza animal. Sea que tenga la fidelidad del perro, el afecto matrimonial de la paloma, la mansedumbre del carnero, la habilidad del castor, la brutalidad del buey, la voracidad del oso, la avidez del lobo, etc., todo esto pertenece o su naturaleza animal; pero hay en él una naturaleza superior de carácter angélico que no tienen los animales y este ser angélico requiere aquel alimento que viene de arriba y que corresponde o su naturaleza. Por el espíritu animal oculto de la naturaleza, crece el intelecto animal; por la acción misteriosa del espíritu angélico crece el hombre supra – terrestre, pues el hombre tiene un padre que es eterno y para él tiene que vivir. Este padre le ha colocado en un cuerpo animal, no para que sólo viva y permanezca en él, sino o fin de que lo domine con vivir en él”. (“De Fundam.Sap.”, III.).
La mente humana, llena de presunción y orgullosa con sus posesiones efímeras, es completamente incapaz de concebir la naturaleza de la mente angélica, o de formarse una idea de la magnitud de sus poderes; tampoco puede comprender la verdadera significación de un lenguaje que trata de las cosas que pertenecen o la naturaleza superior, y cree que no es más que ilusión y sueño.
“La vanidad de los eruditos no viene del cielo, sino que la aprenden los unos de los otros, y sobre esta base edifican su iglesia”. (“De Fundam, Sap.” Fragm).
“La fe sin las obras es muerta”, y como hablamos de cosas espirituales, la “obra” que la verdadera fe requiere es de carácter espiritual, es decir, acción, crecimiento y desarrollo espiritual. Una fe sin substacialidad es tan sólo un desvarío; una ciencia sin conocimiento verdadero es una ilusión; un deseo meramente sentimental, sin ningún ejercicio activo para alcanzar la verdad, es inútil. Aquel que viva en tales desvaríos y fantasías acerca de ideales que no se esfuerza nunca en realizar, sólo sueña en tesoros que no posee. Es como uno que desperdicia el tiempo estudiando el mapa de un país en que pudiera viajar, pero que no se pone nunca en camino. Una religión meramente ideal, que nunca se realiza y que no nutre substancialmente al alma, es tan sólo imaginaria y no sirve más que para divertir; una ciencia que no se emplea prácticamente, no pasa de ser una teoría infructuosa, que sirve o lo más para satisfacer la curiosidad animal.
La obra que la Fe requiere, es un continuo Sacrificio de Si Mismo, lo cual quiere decir un esfuerzo continuo para dominar la naturaleza animal egoísta; y esta victoria de lo superior sobre lo inferior no es efectuada por lo que es bajo, sino que no puede efectuarse más que por medio del poder del Amor divino, o sea por medio del reconocimiento de la naturaleza superior en el hombre y su aplicación práctica en la vida ordinaria. De esta clase de amor habla el gran místico del siglo XVII, Juan Scheffler, el cual dice:
“Muy ruidosa es la fe sin el amor, Suena más el tonel si está vacío.”
Sin la aplicación práctica, todas las virtudes no son más que desvaríos y no pueden convertirse en poderes substanciales, ni emplearse como tales.
Dice Shakespeare: “Buen teólogo es aquel que practica lo que enseña.” (“El Mercader de Venecia”).
Pero en la actualidad son muy raras semejantes personas, pues el mundo vive ahora tan solo en desvaríos. Hay “teólogos” que nada saben acerca de Dios; “médicos” que ignoran la medicina; “antropólogos” que desconocen la naturaleza del hombre; “abogados” que no tienen sentimiento de justicia; “filántropos” que reducen sus empleados o la mendicidad; “cristianos” que no conocen o Cristo.
En cada esfera de la vida lo externo se toma por lo interno, la ilusión por la realidad al paso que la realidad permanece sin realizarse y, por tanto, desconocida.
Una ciencia superficial no puede ocuparse más que de las causas y efectos superficiales, por más profundamente que penetre en los detalles de semejantes superficialidades. Los poderes misteriosos de la naturaleza, las fuerzas inteligentes en el hombre, son ahora casi enteramente desconocidos, y no hay otro medio de penetrar en los más profundos secretos de la naturaleza que por el desarrollo de la naturaleza superior del hombre.
En los tiempos antiguos el médico era considerado sagrado y pertenecía al sacerdocio – no o un sacerdocio establecido tan sólo por los hombres, sino o un sacerdocio fuerte y verdadero consagrado por Dios-. El médico del porvenir será también un rey y sacerdote; pues únicamente aquel que no es divino tan sólo de nombre, sino también de hecho, puede poseer poderes divinos. En él la pirámide triangular compuesta de la ciencia, la religión y el arte, culminará en un punto, llamado Auto – conocimiento o Sabiduría Divina, en el cual se identifica el hombre con aquella luz é inteligencia superior – su Yo Verdadero, su Real Ser – de cuyo rayo su personalidad es vehículo, imagen y símbolo.
Antes de que la humanidad pueda llegar o esta cumbre de perfección, tiene que recorrer un camino largo y pesado; y la meta es tan lejana que sólo unos pocos son capaces de verla, al paso que para otros será un ideal aparentemente imposible de realizar, cual montaña cuya cima se pierde inconcebible en las nubes, pero existe el ideal y las nubes que nos impiden verlo son nuestros propios errores y conceptos equivocados. A nosotros nos toca disiparlos.
Por el grado de percepción que hemos recibido ya y la suma de verdad que nos hemos asimilado, está en nuestro poder dominar la obscuridad y abrir nuestras mentes o la luz misma, no podemos crearla ni manufacturarla; no es el producto de nuestros cálculos, influencia y teorías. La verdad existe por sí misma y es eterna; puede percibirse, mas no puede hacerse.
La razón porque tan pocos comprenden el significado del término “autoconocimiento”, es en que, el conocimiento que se obtiene en nuestras escuelas, es exclusivamente artificial. Leemos lo que otros hombres han creído y sabido, y nos imaginamos que lo sabemos. Nos llenamos la mente con pensamientos ajenos y nos falta tiempo para pensar por nosotros mismos. Procuramos llegar o convencernos de la existencia de este o aquel objeto por medio de argumentos é inferencias, en tanto que rehusamos abrir los ojos y ver por nosotros mismos esa cosa acerca de cuya existencia argüimos. Por eso, bajo un punto de vista teosófico, hemos de parecer o un ser superior, como una nación de gentes que, con los ojos cerrados arguyesen acerca de la existencia del sol y que no pudiesen o no quisiesen verlo por sí mismos.
No hay más que un camino para llegar al auto-conocimiento, y es la de la Experiencia. Por experiencia exterior alcanzamos el conocimiento de las circunstancias externas; por la experiencia de los poderes internos alcanzamos el conocimiento interno de los mismos. SABER SIGNIFICA EN REALIDAD SER. Con volvernos materiales aprendemos las leyes que rigen la materia; con volvernos espirituales aprendemos las leyes del espíritu; nuestra voluntad está libre para guiarnos hacia una ú otra dirección. No podemos conocer la verdad de otra manera que convirtiéndonos en verdad, ni la sabiduría, sino volviéndonos sabio.
Podemos conocer cualquier poder externo o interno, sea el calor o la luz, el amor o la justicia, tan sólo por medio de los efectos que experimentamos de su acción sobre nuestro yo o dentro de él.
En su condición actual, la vida del hombre se parece o un sueño, y los sueños de la humanidad como un todo, no menos que los de cada individuo, se repiten una y otra vez.
Van y vienen y vuelven, apareciendo quizá en formas diferentes, como las nubes que al moverse en el cielo toman diferentes formas, pero representando las ilusiones antiguas, mientras que arriba de ellas, invisible y desconocida, resplandece la luz de la verdad eterna é inmutable, cuya presencia puede sentirse, lo mismo que los rayos calientes del sol que penetra las nubes, pero es preciso verla para conocerla. El templo de la naturaleza está abierto o todo aquel que puede entrar en él; su luz es gratuita para todo aquel que pude ver; todas las cosas son manifestaciones de la verdad, pero para percibirla es menester que esté presente en nosotros. Lo que nos impide entrar en el templo de la naturaleza, de ver la luz y percibir la verdad, son las sombras que nosotros mismos hemos creado. El verdadero objeto de las luces encendidas por la ciencia, no es revelar la verdad – la cual no necesita ninguna luz artificial para verse, siendo muy suficiente su propia luz para este propósito – sino para destruir las tinieblas que nos impiden ver la verdad. A nadie se le ocurriría examinar el sol con la luz de una vela; pero la vela puede guiarnos en el obscuro laberinto de la materia hasta la puerta que se abre en la superficie, donde, al ver la luz del sol, no se necesita ya ninguna ayuda artificial. Pero del mismo modo que, al buscar nuestro camino por una galería subterránea, el mejor guía es la luz que brilla o lo lejos en la entrada, así también la percepción de la verdad en el corazón, es el único guía de que podemos fiarnos en el laberinto de las ilusiones siempre variables.
Por brillantes que sean todas las luces científicas en las cuales no se refleja la luz de la verdad eterna, no son más que otros tantos fuegos fatuos que extravían al viajero. Todas las teorías é hipótesis científicas que no se basan en el reconocimiento de la constitución interior del hombre y niegan su origen supraterrestre, están fundadas en un concepto erróneo de la verdad. Semejantes opiniones están continuamente sujetas o cambiar, y no existe hoy día ninguna teoría nueva de esta especie que no haya existido antes en alguna forma parecida. Empero la verdad misma es independiente de estas opiniones; ha existido siempre y ha habido siempre algunos que eran capaces de reconocerla, y otros que, por no querer o no poder verla, basaban su conocimiento en conceptos erróneos y creencias supersticiosas fundadas en las aserciones de otros hombres.
La ciencia médica, con todos sus auxilios y aparatos modernos, ha logrado tan sólo alcanzar un conocimiento más detallado de algunos fenómenos de menor importancia en el reino de la materia, al paso que se han olvidado muchísimas cosas de mayor importancia que conocían los antiguos. En cuanto al poder del alma sobre el cuerpo, cuya trascendental importancia es innegable, no se sabe casi nada acerca de él, porque están dormidas o inconscientes las almas de los que viven por completo en el dominio de las especulaciones evolucionadas en sus cerebros. Un alma consciente, lo mismo que un cuerpo inconsciente, no puede ejercer ninguna facultad; sus movimientos son, o lo más, instintivos, porque carecen de la luz de la inteligencia. ES CON MUCHO MÁS IMPORTANTE PARA EL PROGRESO DE LA CIENCIA VERDADERA EL QUE EL ALMA DESPIERTE Y RECONOZCA SU PROPIA NATURALEZA SUPERIOR, que no el que los tesoros de una ciencia que se ocupa con ilusiones de la vida sean enriquecidos con cualquiera teoría nueva en que no hay ningún reconocimiento de la base única de la verdad. Todo lo que puede hacer cualquiera teoría bien fundada o cualquier libro digno de confianza, es remover una teoría falsa que impide al hombre ver correctamente; pero la verdad misma no puede ser enseñada o revelada por ningún hombre ni teoría alguna; puede verse tan sólo por medio del ojo del verdadero entendimiento, cuando se revela en su luz propia.
Ha se dicho que no le es posible o la ciencia entrar en el dominio de los noumenos en que se basan todos los fenómenos y por los cuales se manifiestan éstos; pero sin el reconocimiento de los noumenos de los cuales provienen todos los fenómenos, es tan imposible una verdadera ciencia (de scio, saber) como lo sería un sistema de matemáticas en que se desatendiera la existencia del número uno, del cual proceden todos los demás números y sin el cual no existe ningún número. El alma en nosotros es fundamentalmente idéntica con el Uno del cual proceden todos los fenómenos. El alma es, puede conocer lo que es, al paso que aquello que en nosotros meramente parece ser, pertenece al dominio de las apariencias, y sólo consigo mismo tiene que ver.
La adquisición de esta ciencia superior requiere por tanto el despertamiento del alma, más bien que el esfuerzo de las facultades especulativas del cerebro; se consigue menos por una evolución de pensamiento de varias clases, que por el desarrollo del hombre interior que es el que piensa y causa la evolución de los pensamientos, porque si aquello que en el hombre es capaz de conocer, no se conoce o sí mismo, todos los pensamientos é ideas que se hallan en la mente del hombre, no tendrán dueño legítimo, sino que existirán allí tan sólo como los reflejos de los pensamientos de otros reunidos alrededor de una ilusión que se llama el yo personal.
Cuanto más analiza la mente una cosa y entra en sus menores detalles, tanto más fácilmente pierde de vista el todo; mientras más se divide en muchas partes la atención del hombre, tanto más sale de su unidad y se vuelve complicado. Sólo un grande y fuerte espíritu puede permanecer dentro de su propia conciencia, y, como el sol que se refleja en muchas cosas sin ser absorbido por ellas, puede aquel examinar los menores detalles de los fenómenos, sin perder de vista la verdad que incluye al todo. Las verdades sencillas son generalmente las más difíciles de comprender para los eruditos, porque la percepción de una verdad sencilla requiere una mente sencilla. En el caleidoscopio de los fenómenos siempre variables, no se puede ver en la superficie la verdad que es su base. A medida que el intelecto se va sumergiendo en la materia, se cierra el ojo del espíritu; hánse olvidado ahora las verdades que antiguamente eran evidentes por sí mismas, y aun el significado de los términos que simbolizan los poderes espirituales se han ido perdiendo al cesar la raza humana de servirse de estos poderes. Debido o la presunción de nuestra época de egoísmo, el cual procura arrastrar las verdades espirituales hasta el nivel de la concepción científica de un racionalismo animal de pocos alcances, en vez de elevarse al nivel de dichas verdades, se revela el carácter de la ciencia popular moderna en el grado de habilidad con que se protegen los intereses personales é ilusorios; se cree que la “fe”, el poder salvador del conocimiento espiritual, es superstición; la “benevolencia” locura; el “amor” quiere decir deseos egoístas, la “esperanza” es ahora codicia, la “vida” la creación de un proceso mecánico, el “alma” un término sin significado, el “espíritu” una nada, la “materia” una cosa de que nada se sabe, etc.
Todo lo que precede ha sido escrito inútilmente, si no hemos logrado demostrar que le verdadero progreso en el conocimiento de la naturaleza humana, es posible tan sólo por medio de un desarrollo superior de la naturaleza interna del médico mismo. Nadie puede alcanzar ningún conocimiento verdadero del estado superior del hombre, o menos que, llegue a este estado por la pureza del motivo y la nobleza del carácter.
Sólo reconociendo su cuerpo como vehículo para el desarrollo y la manifestación de una inteligencia superior, podrá comprender las palabras de Carlyle, el cual nos dice que el hombre en su naturaleza íntima es un ser divino, y que el que pone la mano en una forma humana, toda el cielo.
La sabiduría debe ser el Maestro, la ciencia la sierva. La ciencia es la servidora de la sabiduría; la sabiduría la reina. La ciencia es un producto de la imaginación del hombre; la sabiduría el conocimiento espiritual de la verdad. La ciencia material es un producto del deseo esencialmente egoísta de saber; la sabiduría no reconoce separación alguna de intereses, es el reconocimiento propio de la verdad universal y eterna del hombre. La ciencia, guiada por la sabiduría, puede penetrar los más profundos misterios de la vida universal con entrar en la Unidad de Todo; pero si la ciencia procura servirse de la sabiduría para satisfacer la curiosidad ú otros fines egoístas, está en oposición con la sabiduría y se convierte en locura. Por eso una divisa favorita de los antiguos Rosacruces (de los cuales era uno Paracelso), pero que tan sólo unos pocos entienden, decía: “Nada sé, nada deseo, nada amo, nada gozo en el cielo ni en la tierra, sino a Jesucristo y o él crucificado”. Esto no quiere decir que resolviesen quedarse ignorantes, o perderse en desvaríos piadosos y sueños de acontecimientos pasados, pues dijo también Paracelso: “Dios no desea que seamos zotes ignorantes y bobos estúpidos”, - sino que quiere decir que había abandonado la ilusión del yo con todos sus conocimientos, deseos, atractivos y goces necesariamente ilusorios, y entrado en la conciencia de aquella inteligencia divina que durante esta vida está por decirlo así, crucificada en el hombre; y con llegar al estado espiritual superior, se habían hecho uno con Aquel que es la Verdad en el hombre y la fuente de todo conocimiento en el cielo y en la tierra.
La verdad resplandece perpetuamente en el reino eterno de la Luz, pero el mundo mental en que se mueve nuestra naturaleza terrestre, tiene sus leyes astrológicas, comparables o las que rigen el mundo visible y son conocidas de la astronomía. Del mismo modo que la tierra se aleja del sol en el invierno y se le aproxima en verano, así también la evolución del hombre tiene sus períodos de iluminación espiritual y de obscuridad mental, y hay períodos cortos dentro de los períodos grandes, así como hay días y noches en el año.
El hombre, sea que se le considere como representando o toda la humanidad, una nación, un pueblo, una familia o como individuo, se parece o un planeta que gira sobre su propio eje entre los dos polos del nacimiento y la muerte. Lo que está arriba se vuelve hacia abajo, y lo que está debajo vuelve o subir o la superficie. Las verdades desaparecen y se olvidan sólo para volver o aparecer incorporadas en formas nuevas y quizá mejores. Las civilizaciones, los sistemas de filosofía, ciencia y religión van y vienen o reaparecen, los absurdos de la moda de que se preciaban nuestros padres y que hemos ridiculizado, vuelven a ser objeto de admiración para nuestros hijos, y la sabiduría olvidada del pasado volverá a ser la sabiduría de generaciones futuras. De esta manera la rueda giraría siempre en un círculo, y no habría ningún progreso, ningún objeto para la vida, si la presencia del Sol Eterno de Sabiduría Divina, obrando sobre el centro de la rueda, no lo atrajera hacia él y así en el curso de los siglos transformará gradualmente el movimiento circular en espiral. A cada vuelta de la rueda grande, se acerca su eje imperceptiblemente o la fuente de toda vida, aunque cada período de evolución vuelve o comenzar al pie de la escala. La escala por la cual estamos ahora ascendiendo descansa quizá en un terreno un poco más elevado que aquel en que descansaba la escala por la cual ascendieron nuestros antepasados, o por la cual ascendimos nosotros mismos en pasadas encarnaciones; pero hay muchos peldaños que nuestros antepasados han subido y que tendremos que alcanzar. La ciencia de la medicina no es una excepción o esta regla general, y podemos afirmar con seguridad que el sistema de medicina de Teofrasto Paracelso, por reconocer las leyes fundamentales de la naturaleza, es de carácter tan elevado, que tendrá que crecer la ciencia médica del porvenir para llegar o comprenderla; y este progreso no será posible sin el desarrollo correspondiente, el cual se inaugurará con un concepto correcto de la constitución del hombre.
La ciencia médica moderna ha degenerado casi en un mero tráfico que florece bajo la protección que recibe de los gobiernos, mientras que por el contrario la medicina de los muy antiguos era un arte santo que no requería ninguna protección artificial, porque apoyándose en su propio mérito, contaba con su propio éxito. Los médicos - adeptos del pasado – hicieron curaciones que, cuando se efectúan hoy día en un caso excepcional, suelen llamarse milagrosas, y cuya posibilidad es negada por la mayor parte de los científicos, porque no poseen los poderes espirituales necesarios para efectuar estas curaciones, y por tanto, no pueden concebir la existencia de semejantes poderes. ¿Dónde está el médico de hoy que conozca la extensión del poder de la voluntad que ha despertado espiritualmente y que obra o centenares de leguas de distancia, o le poder que el pensamiento humano puede ejercer sobre la imaginación de la naturaleza? ¿Dónde está el profesor de ciencia que puede transmitir conscientemente su alma o un lugar distante por el poder del pensamiento y actuar allí como si estuviese presente físicamente? La prueba de que se han hecho tales cosas y se hacen todavía, está tan bien establecida, como la de cualquier otro hecho que descanse en la observación y la lógica; sin embargo, se suele considerar “científico” el negar semejantes hechos y tratar con desprecio la teoría por la cual se explican. Las fuerzas sutiles de la naturaleza son tan desconocidas para las mentes toscas y materiales, que el mencionar su existencia, provoca una carcajada entre los que, por no conocer la extensión de los poderes ocultos en la constitución del hombre, necesitan un mazo para matar una mosca o un cañón para tirar o un pájaro.
Al paso que la ciencia material dirige la vista hacia abajo, buscando en las entrañas de la materia no hallando otra cosa que tesoros perecederos, el idealista sentimental se abandona a sueños insubstanciales. Acostumbrado o la contemplación objetiva, el idealista no alcanza nada real; porque con mantenerse alejado del objeto de su investigación para verlo objetivamente, no puede identificarse con dicho objeto ni tener conocimiento propio de aquello que no es él mismo. Tampoco puede tener conocimiento verdadero el materialista que niega la existencia del Espíritu del universo, pues ignora aquello que solo es real, y se ocupa con las relaciones que existen entre los fenómenos producidos por el espíritu desconocido. Toda ciencia verdadera debe basarse en el conocimiento verdadero, el cual no procede del mero saber, sino de llegar a ser. Esto es lo que constituye aquella Theosophía o Auto-reconocimiento de la Verdad, que es la estrella que guiará al médico del porvenir como guió al médico del pasado.
V:.A:. Franz Hartmann

(1) El original de esta obra fue publicado en 1893.
(2) II Timoteo, III, 7.
(3) Romanos, IX, 16.
(4) Me he visto obligado o conservar esta palabra del original por no corresponder la etimología de “sabiduría” o la de “wisdom”. En “sabiduría” no se halla desde luego o la idea de ver, como tampoco en la raíz latina sapio, pero es evidente en la raíz griega (claro, manifiesto) la cual en su origen era equivalente a (sabio).

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